En 1942,
el famoso escritor alemán THOMAS MANN, escribió este artículo en los Estados
Unidos, describiendo la inflación que se desató sobre Alemania entre los años
1913 y 1923. La Argentina
ha estado sufriendo un fenómeno similar desde 1974, lo que hace indispensable
su lectura a todos los argentinos.
La inflación alemana tuvo sus raíces en la Primera Guerra
Mundial (PGM), que produjo grandes pérdidas, no solamente en vidas, sino
también costó sumas enormes en términos de trabajo y materiales. El valor del
individuo desaparecía poco a poco, día a día, año a año.
Al mismo tiempo, muchos insumos que Alemania
había importado antes de la guerra, habían desaparecido del mercado. La oferta
de dinero creció a medida que un número creciente (inusual) de hombres y
mujeres estaban trabajando. Los alemanes empobrecieron en comodidades y
enriquecieron en papel moneda.
Como los hombres estaban en el frente, con
pocas posibilidades de supervivencia, la mayoría de la gente no tenía para quién
ahorrar. De cualquier manera, la tendencia aguda del aumento del costo de la
vida no daba lugar al ahorro. Pronto se acostumbraron a comprar todo lo que
estaba a su alcance, sin importar el precio.
Una libra de manteca rancia se vendía a 20
marcos en el mercado negro, que se transformó en una ansiosa y popular meta
alemana. Bajo las circunstancias, romper la ley fue una cosa natural; hasta se
enorgullecían de haber obtenido más de lo que le asignaban las pobres raciones,
gastando enormes sumas en las compras ilegales.
En el hogar, la ley se observaba de alguna
manera, a pesar de las dificultades para conseguir mantenerse estrictamente
dentro de las raciones legales. La voracidad de los que manejaban el mercado
negro bloqueaba los canales naturales de distribución, y el mercado normal
empezó a mostrar signos de escasez.
Los traficantes del mercado negro –siniestros
y repugnantes- aparecían por casa a la noche, tratando de venderle a mi esposa.
“¡¡¡Dios mío, Sr. Hirsch, 40 peniques por UN HUEVO!!!; ¡costaban solamente 30
la semana pasada! ¿Qué vendrá después?” Este extraño hombre joven, demasiado
enclenque para el servicio activo de la guerra, tenía la suficiente fuerza para
manejar la situación desesperada de mi mujer. “No sea tonta, podría pedirle 50
peniques, aun 60 y 70; usted necesita los huevos. Por lo menos para sus cuatro
hijos, no?” Así es como mi mujer compró 4 de esos carísimos huevos. Debería
haber comprado 8, ya que para la próxima visita del Sr. Hirsch, los precios
serían mucho mayores. Solamente que la próxima vez no sería el Sr. Hirsch.
Ahora sería von Rabenstein o algo así.
De un lado Hirsch, Von Rabenstein y sus
hombres; del otro, sus clientes, el pueblo alemán. Ambos dieron a luz a la inflación
alemana, aunque sabemos que otras matronas pusieron también su parte.
No le llamábamos “inflación” durante la
guerra. Sólo nos quejábamos de la “estampida de los precios”, tanto en el
mercado normal, como en el negro. Ignorábamos el desequilibrio entre la oferta
y la demanda, de la brecha entre la oferta de dinero y las provisiones. Como si
estuviera guiada por una fuerza maligna, esta brecha se haría cada vez más
ancha
Cuando terminó la guerra, se levantaron los
racionamientos y otras restricciones. Pero Alemania había perdido grandes
posesiones en el exterior, la industria estaba paralizada, y las reparaciones
impuestas por los Aliados expoliaban la riqueza de la nación. Alemania había
perdido la confianza del mundo, como así también la propia confianza, allanando
el camino para la llamada “carrera de los artículos de primera necesidad”.
La embriaguez de compras iniciada durante la
guerra, alcanzó su pico años más tarde. Por temor a la devaluación, la gente
compraba cualquier cosa a su alcance, sin saber que su comportamiento empujaba
el valor del dinero más hacia abajo. Toda Alemania se transformó en un gran
mercado negro. Una vez que se dispara el aparato de la inflación, es muy
difícil detenerlo. Cualquier intento individual de detenerlo, habría equivalido
a querer parar las cataratas del Niágara con un paraguas.
Para tener éxito, la guerra contra la
inflación debe ser una guerra de prevención. Por otra parte, solamente los
factores económicos no hubieran sido suficientes para reducir el valor del
Marco en una décima o una centésima de su valor anterior, sino una mil
millonésima de esa cifra. Los factores políticos y sicológicos también
contribuyeron.
Los alemanes no son propensos a la moderación;
con facilidad caen en actitudes irracionales, que han traído caos y
sufrimientos al mundo. Estaban preparados para aceptar todo lo que la
“institución” considerara correcto. Por lo menos para una parte de esta
sociedad, -industriales y empresarios– la inflación era provechosa. No había
apuro por detenerla. En esos días, los endeudados Krupp, Stinnes, Thyssen y
otros, liquidaban sus deudas y compraban bienes inmuebles, con los millones
inflados.
A pesar de la pobreza de Alemania en ese
tiempo, los recursos minerales e industriales eran abundantes. Durante la
locura inflacionaria, sucedió un cambio radical. La riqueza media se concentró
en menos y menos manos. El mediano y pequeño comerciante perdieron sus
propiedades, devorados por los grandes, que compraban sus propiedades,
pagándolas con marcos papel desvalorizado. Años después, se comentaba de
ciertas fábricas o minas que no hubiesen producído ningún beneficio, o estarían
paradas, si no hubieran sido vendidas, muy baratas, durante los días de la
inflación.
Los que deseaban hacer dinero sin esfuerzo, no
podrían haber encontrado un lugar mejor que la Alemania de 1922-24. Todo
lo que se necesitaba era tener unas cuantas ideas y carecer de escrúpulos. El
trabajo honesto, aun la mano de obra calificada, no resultaba. Hasta la gente
honesta se encontraba seducida por la especulación. Reacios a permutar huevos y
leche por algo que no fuera durable, los granjeros llenaron sus casas con
máquinas de coser, pianos y alfombras persas. Los estudiantes de medicina se
transformaron en corredores de bolsa. Los maestros y los estudiantes discutían
la manera de transformar un poco de dinero en grandes sumas: comprar moneda
extranjera, guardarla un tiempo para venderla después. Así, un millón, se haría
cinco millones y eventualmente MIL MILLONES.
¿Y qué pasaba con los precios mientras tanto?
Si uno tenía la suerte de encontrar un comerciante a las 9 de la mañana, con la
cotización de esa hora, pero ignorante del valor del medio día, las ganancias podían
ser enormes. Por otro lado, el hombre podía no ser tan ingenuo; levantaría los
precios después de consultar con su banco.
Los compradores también estarían del lado
perdedor. Si uno buscaba cigarros, y el precio era muy alto, y al consultar a
otro proveedor resultaba que los precios eran aún superiores, para el tiempo
que volviera al primer vendedor, se encontraría que los precios habían subido
dos o tres veces los de la primera oferta. No había alternativa para el
comprador, que pagar los millones o billones que le pedían.
Los viernes a la tarde, los trabajadores
salían de sus trabajos con bolsas y canastos llenos de dinero, llenos de dinero
sin valor. Los comerciantes aumentaban los precios para cubrirse. Los sueldos
se pagaban cada día y algunas empresas, como Krupp, comenzaron a imprimir su
propia moneda. Pueblos y ciudades siguieron este ejemplo, emitiendo moneda de
acuerdo con sus necesidades. Falsificar moneda dejó de ser un negocio rentable.
Dinero pedido en préstamo en 1920 para comprar
propiedades –casa, granja, fábrica– habría dejado un gran beneficio en 1923. Los
que prestaron el dinero, no tuvieron esa suerte. Pasó mucho tiempo para que la
gente se acostumbrara al nuevo estado de cosas. De manera que los
aprovechadores, se aprovecharon de los ingenuos. ¿Cómo podría un anciano, acostumbrado
a los valores tradicionales del marco, entender esta cuestión de millones y
billones?
Todavía recuerdo a nuestra buena institutriz,
que había planeado retirarse y vivir de sus ahorros. Los miles de marcos de su
cuenta bancaria, valían apenas unas monedas. Gente que había sido rica, que
vivían ahora en sus villas semiderruídas, vendían sus muebles y obras de arte.
La venta de un Rembrandt, reportaba dinero para comer sólo unas pocas semanas.
Serían también desalojados, con los bolsillos llenos de billetes multicolores,
sin ningún valor.
Para poder sobrevivir, había que mantener el
ritmo con el tiempo. A veces uno resultaba estafado sin malicia. Durante la PGM yo había invertido 10.000
marcos en una casa de campo de un amigo, donde acostumbraba a ir como huésped a
pasar algunos días. En cierta forma, yo era copropietario de la casa. A los
fines prácticos, mi préstamo de 10.000 marcos fueron asegurados con un dominio
sobre la propiedad. En la primavera de 1923, mi amigo me dijo que había vendido la
casa forzado por las circunstancias, de manera que me devolvía el préstamo.
Eran los mismos diez mil marcos, me dijo con una sonrisa, aún los mismos
billetes que yo le había entregado en 1917, que habían estado intactos en su
caja fuerte. Me sentí confundido y molesto ante la vista de esos billetes
limpios, casi flamantes, de muy buena impresión y sin valor alguno.
Los que no se unían a la “carrera de los
artículos de primera necesidad”, no tenían más suerte. Ninguno de los miembros
de mi círculo pudo mantener todas sus propiedades. De un día para otro,
desaparecían fortunas con tanta velocidad como habían sido amasadas. Por esa
razón, siempre he visto la inflación alemana como una especie de espejismo, como
una fiesta de brujas, que rápidamente desaparece, sin dejar más que irritación
y lamentos por todas partes.
En el verano de 1923, la inflación, como la
legendaria danza de la bruja, enloqueció más. Las cifras subían a un ritmo
frenético. Para el canto del gallo, la bruja, exhausta, estaría nuevamente en
su cueva. En la Alemania
barrida por la inflación, el gallo estaba representado por el director del
Banco del Reich, Dr. Hjalmar Schacht, con su cuerpo delgado, de cuello fino
como el de un gallo.
La literatura es una tarea universal, de
manera que yo no puedo quejarme de la embestida inflacionaria. Mi familia, de
8, se mantuvo bastante bien con los U$S 25, que yo recibía por cartas que
enviaba desde Alemania a una revista literaria americana: “DIAL”. Uno de mis
hijos estaba interno en una escuela; pagaba U$S 5 cada cuatro meses y el director
esperaba ansioso mi remesa. Otros alumnos pagaban con bandejas de plata,
colecciones de autores clásicos, pollos, o no pagaban. Era mejor tener los chicos
en las áreas rurales, porque la vida en la ciudad no era buena para ellos.
Mi hija menor jugaba con un caballito hamaca,
y cada vez que el caballo levantaba la cabeza, gritaba: ¡¡¡SUBIÓ EL DÓLAR!!! Los
acordes iniciales de la
Quinta Sinfonía de Beethoven, se parodiaban con EL DÓLAR
SUBIÓ. No había otro tema de conversación que el de marcos, dólares y libras.
Las ciudades parecían enormes casas de cambio que habian enloquecido. Los bares
y clubes nocturnos estaban llenos de gente rica dilapidando grandes sumas de
dinero adquirido en forma ilegal.
La alta
inflación es la peor forma de revolución. Las medidas extremas que los
gobiernos toman -ajuste de dinero, reducción de producción y fuertes impuestos-
son nada en comparación. Pues no hay sistema, no hay justicia en la
distribución de la propiedad que resulta por la inflación. La regla del juego
pasa a ser CADA HOMBRE PARA SÍ; pero solamente los más poderosos, los malvados
y corruptos, las hienas de la vida económica, pueden hacerlo. Los que confían
en el orden tradicional, los inocentes e ingenuos, los que hacen su trabajo
pero que no se interesan en el manejo del dinero, los viejos que planearon
vivir de sus ganancias del pasado; todos ellos están destinados a sufrir. Esta
experiencia destroza la moral de una nación.
Hay una directa e íntima relación entre la
locura de la inflación de Alemania y la locura del Tercer Reich. De la misma
manera que los alemanes vieron inflar sus marcos hasta hacerse millones y
billones, vieron también inflar el estado, para hacerse el “Reich de los
alemanes”, el “Espacio Vital alemán”, la “Nueva Europa”, el “Nuevo Orden”, hasta
que explotó al final. El empleado del mercado que pidió cien millones por un
huevo, había perdido su capacidad de sorpresa en esos días. Nada de lo que
sucediera después, podría sorprenderlo por su locura o crueldad.
Durante la locura inflacionaria, los alemanes
perdieron el propio respeto como individuos, y aprendieron a no esperar nada de
los “políticos”, el “estado” o el “destino”. Aprendieron a mirar la vida como
una aventura salvaje, cuyo desenlace dependía, no sólo de su propio esfuerzo,
sino también de otras fuerzas desatadas, extrañas y malévolas. Los millones de
alemanes que fueron robados de sus sueldos y ahorros, serían las MAZAS con que
operaría el Dr. Goebels.
La inflación es una tragedia que transforma a
todos en cínicos, indiferentes y despiadados. Como habían sido robados, los
alemanes se transformaron en una nación de ladrones.
THOMAS
MANN – Traducido por Enrique J. Sipowicz, de “Argentine News” – Año I, Nº 1
(05-04-1985) Págs. 20/21 – Córdoba, Argentina – 24-04-1985