domingo, 3 de noviembre de 2013

INFLACIÓN: FIESTA DE LAS BRUJAS


En 1942, el famoso escritor alemán THOMAS MANN, escribió este artículo en los Estados Unidos, describiendo la inflación que se desató sobre Alemania entre los años 1913 y 1923. La Argentina ha estado sufriendo un fenómeno similar desde 1974, lo que hace indispensable su lectura a todos los argentinos.


La inflación alemana tuvo sus raíces en la Primera Guerra Mundial (PGM), que produjo grandes pérdidas, no solamente en vidas, sino también costó sumas enormes en términos de trabajo y materiales. El valor del individuo desaparecía poco a poco, día a día, año a año.
Al mismo tiempo, muchos insumos que Alemania había importado antes de la guerra, habían desaparecido del mercado. La oferta de dinero creció a medida que un número creciente (inusual) de hombres y mujeres estaban trabajando. Los alemanes empobrecieron en comodidades y enriquecieron en papel moneda.
Como los hombres estaban en el frente, con pocas posibilidades de supervivencia, la mayoría de la gente no tenía para quién ahorrar. De cualquier manera, la tendencia aguda del aumento del costo de la vida no daba lugar al ahorro. Pronto se acostumbraron a comprar todo lo que estaba a su alcance, sin importar el precio.
Una libra de manteca rancia se vendía a 20 marcos en el mercado negro, que se transformó en una ansiosa y popular meta alemana. Bajo las circunstancias, romper la ley fue una cosa natural; hasta se enorgullecían de haber obtenido más de lo que le asignaban las pobres raciones, gastando enormes sumas en las compras ilegales.
En el hogar, la ley se observaba de alguna manera, a pesar de las dificultades para conseguir mantenerse estrictamente dentro de las raciones legales. La voracidad de los que manejaban el mercado negro bloqueaba los canales naturales de distribución, y el mercado normal empezó a mostrar signos de escasez.
Los traficantes del mercado negro –siniestros y repugnantes- aparecían por casa a la noche, tratando de venderle a mi esposa. “¡¡¡Dios mío, Sr. Hirsch, 40 peniques por UN HUEVO!!!; ¡costaban solamente 30 la semana pasada! ¿Qué vendrá después?” Este extraño hombre joven, demasiado enclenque para el servicio activo de la guerra, tenía la suficiente fuerza para manejar la situación desesperada de mi mujer. “No sea tonta, podría pedirle 50 peniques, aun 60 y 70; usted necesita los huevos. Por lo menos para sus cuatro hijos, no?” Así es como mi mujer compró 4 de esos carísimos huevos. Debería haber comprado 8, ya que para la próxima visita del Sr. Hirsch, los precios serían mucho mayores. Solamente que la próxima vez no sería el Sr. Hirsch. Ahora sería von Rabenstein o algo así.
De un lado Hirsch, Von Rabenstein y sus hombres; del otro, sus clientes, el pueblo alemán. Ambos dieron a luz a la inflación alemana, aunque sabemos que otras matronas pusieron también su parte.
No le llamábamos “inflación” durante la guerra. Sólo nos quejábamos de la “estampida de los precios”, tanto en el mercado normal, como en el negro. Ignorábamos el desequilibrio entre la oferta y la demanda, de la brecha entre la oferta de dinero y las provisiones. Como si estuviera guiada por una fuerza maligna, esta brecha se haría cada vez más ancha
Cuando terminó la guerra, se levantaron los racionamientos y otras restricciones. Pero Alemania había perdido grandes posesiones en el exterior, la industria estaba paralizada, y las reparaciones impuestas por los Aliados expoliaban la riqueza de la nación. Alemania había perdido la confianza del mundo, como así también la propia confianza, allanando el camino para la llamada “carrera de los artículos de primera necesidad”.
La embriaguez de compras iniciada durante la guerra, alcanzó su pico años más tarde. Por temor a la devaluación, la gente compraba cualquier cosa a su alcance, sin saber que su comportamiento empujaba el valor del dinero más hacia abajo. Toda Alemania se transformó en un gran mercado negro. Una vez que se dispara el aparato de la inflación, es muy difícil detenerlo. Cualquier intento individual de detenerlo, habría equivalido a querer parar las cataratas del Niágara con un paraguas.
Para tener éxito, la guerra contra la inflación debe ser una guerra de prevención. Por otra parte, solamente los factores económicos no hubieran sido suficientes para reducir el valor del Marco en una décima o una centésima de su valor anterior, sino una mil millonésima de esa cifra. Los factores políticos y sicológicos también contribuyeron.
Los alemanes no son propensos a la moderación; con facilidad caen en actitudes irracionales, que han traído caos y sufrimientos al mundo. Estaban preparados para aceptar todo lo que la “institución” considerara correcto. Por lo menos para una parte de esta sociedad, -industriales y empresarios– la inflación era provechosa. No había apuro por detenerla. En esos días, los endeudados Krupp, Stinnes, Thyssen y otros, liquidaban sus deudas y compraban bienes inmuebles, con los millones inflados.
A pesar de la pobreza de Alemania en ese tiempo, los recursos minerales e industriales eran abundantes. Durante la locura inflacionaria, sucedió un cambio radical. La riqueza media se concentró en menos y menos manos. El mediano y pequeño comerciante perdieron sus propiedades, devorados por los grandes, que compraban sus propiedades, pagándolas con marcos papel desvalorizado. Años después, se comentaba de ciertas fábricas o minas que no hubiesen producído ningún beneficio, o estarían paradas, si no hubieran sido vendidas, muy baratas, durante los días de la inflación.
Los que deseaban hacer dinero sin esfuerzo, no podrían haber encontrado un lugar mejor que la Alemania de 1922-24. Todo lo que se necesitaba era tener unas cuantas ideas y carecer de escrúpulos. El trabajo honesto, aun la mano de obra calificada, no resultaba. Hasta la gente honesta se encontraba seducida por la especulación. Reacios a permutar huevos y leche por algo que no fuera durable, los granjeros llenaron sus casas con máquinas de coser, pianos y alfombras persas. Los estudiantes de medicina se transformaron en corredores de bolsa. Los maestros y los estudiantes discutían la manera de transformar un poco de dinero en grandes sumas: comprar moneda extranjera, guardarla un tiempo para venderla después. Así, un millón, se haría cinco millones y eventualmente MIL MILLONES.
¿Y qué pasaba con los precios mientras tanto? Si uno tenía la suerte de encontrar un comerciante a las 9 de la mañana, con la cotización de esa hora, pero ignorante del valor del medio día, las ganancias podían ser enormes. Por otro lado, el hombre podía no ser tan ingenuo; levantaría los precios después de consultar con su banco.
Los compradores también estarían del lado perdedor. Si uno buscaba cigarros, y el precio era muy alto, y al consultar a otro proveedor resultaba que los precios eran aún superiores, para el tiempo que volviera al primer vendedor, se encontraría que los precios habían subido dos o tres veces los de la primera oferta. No había alternativa para el comprador, que pagar los millones o billones que le pedían.
Los viernes a la tarde, los trabajadores salían de sus trabajos con bolsas y canastos llenos de dinero, llenos de dinero sin valor. Los comerciantes aumentaban los precios para cubrirse. Los sueldos se pagaban cada día y algunas empresas, como Krupp, comenzaron a imprimir su propia moneda. Pueblos y ciudades siguieron este ejemplo, emitiendo moneda de acuerdo con sus necesidades. Falsificar moneda dejó de ser un negocio rentable.
Dinero pedido en préstamo en 1920 para comprar propiedades –casa, granja, fábrica– habría dejado un gran beneficio en 1923. Los que prestaron el dinero, no tuvieron esa suerte. Pasó mucho tiempo para que la gente se acostumbrara al nuevo estado de cosas. De manera que los aprovechadores, se aprovecharon de los ingenuos. ¿Cómo podría un anciano, acostumbrado a los valores tradicionales del marco, entender esta cuestión de millones y billones?
Todavía recuerdo a nuestra buena institutriz, que había planeado retirarse y vivir de sus ahorros. Los miles de marcos de su cuenta bancaria, valían apenas unas monedas. Gente que había sido rica, que vivían ahora en sus villas semiderruídas, vendían sus muebles y obras de arte. La venta de un Rembrandt, reportaba dinero para comer sólo unas pocas semanas. Serían también desalojados, con los bolsillos llenos de billetes multicolores, sin ningún valor.
Para poder sobrevivir, había que mantener el ritmo con el tiempo. A veces uno resultaba estafado sin malicia. Durante la PGM yo había invertido 10.000 marcos en una casa de campo de un amigo, donde acostumbraba a ir como huésped a pasar algunos días. En cierta forma, yo era copropietario de la casa. A los fines prácticos, mi préstamo de 10.000 marcos fueron asegurados con un dominio sobre la propiedad. En la primavera de 1923, mi amigo me dijo que había vendido la casa forzado por las circunstancias, de manera que me devolvía el préstamo. Eran los mismos diez mil marcos, me dijo con una sonrisa, aún los mismos billetes que yo le había entregado en 1917, que habían estado intactos en su caja fuerte. Me sentí confundido y molesto ante la vista de esos billetes limpios, casi flamantes, de muy buena impresión y sin valor alguno.
Los que no se unían a la “carrera de los artículos de primera necesidad”, no tenían más suerte. Ninguno de los miembros de mi círculo pudo mantener todas sus propiedades. De un día para otro, desaparecían fortunas con tanta velocidad como habían sido amasadas. Por esa razón, siempre he visto la inflación alemana como una especie de espejismo, como una fiesta de brujas, que rápidamente desaparece, sin dejar más que irritación y lamentos por todas partes.
En el verano de 1923, la inflación, como la legendaria danza de la bruja, enloqueció más. Las cifras subían a un ritmo frenético. Para el canto del gallo, la bruja, exhausta, estaría nuevamente en su cueva. En la Alemania barrida por la inflación, el gallo estaba representado por el director del Banco del Reich, Dr. Hjalmar Schacht, con su cuerpo delgado, de cuello fino como el de un gallo.
La literatura es una tarea universal, de manera que yo no puedo quejarme de la embestida inflacionaria. Mi familia, de 8, se mantuvo bastante bien con los U$S 25, que yo recibía por cartas que enviaba desde Alemania a una revista literaria americana: “DIAL”. Uno de mis hijos estaba interno en una escuela; pagaba U$S 5 cada cuatro meses y el director esperaba ansioso mi remesa. Otros alumnos pagaban con bandejas de plata, colecciones de autores clásicos, pollos, o no pagaban. Era mejor tener los chicos en las áreas rurales, porque la vida en la ciudad no era buena para ellos.
Mi hija menor jugaba con un caballito hamaca, y cada vez que el caballo levantaba la cabeza, gritaba: ¡¡¡SUBIÓ EL DÓLAR!!! Los acordes iniciales de la Quinta Sinfonía de Beethoven, se parodiaban con EL DÓLAR SUBIÓ. No había otro tema de conversación que el de marcos, dólares y libras. Las ciudades parecían enormes casas de cambio que habian enloquecido. Los bares y clubes nocturnos estaban llenos de gente rica dilapidando grandes sumas de dinero adquirido en forma ilegal.
La alta inflación es la peor forma de revolución. Las medidas extremas que los gobiernos toman -ajuste de dinero, reducción de producción y fuertes impuestos- son nada en comparación. Pues no hay sistema, no hay justicia en la distribución de la propiedad que resulta por la inflación. La regla del juego pasa a ser CADA HOMBRE PARA SÍ; pero solamente los más poderosos, los malvados y corruptos, las hienas de la vida económica, pueden hacerlo. Los que confían en el orden tradicional, los inocentes e ingenuos, los que hacen su trabajo pero que no se interesan en el manejo del dinero, los viejos que planearon vivir de sus ganancias del pasado; todos ellos están destinados a sufrir. Esta experiencia destroza la moral de una nación.
Hay una directa e íntima relación entre la locura de la inflación de Alemania y la locura del Tercer Reich. De la misma manera que los alemanes vieron inflar sus marcos hasta hacerse millones y billones, vieron también inflar el estado, para hacerse el “Reich de los alemanes”, el “Espacio Vital alemán”, la “Nueva Europa”, el “Nuevo Orden”, hasta que explotó al final. El empleado del mercado que pidió cien millones por un huevo, había perdido su capacidad de sorpresa en esos días. Nada de lo que sucediera después, podría sorprenderlo por su locura o crueldad.
Durante la locura inflacionaria, los alemanes perdieron el propio respeto como individuos, y aprendieron a no esperar nada de los “políticos”, el “estado” o el “destino”. Aprendieron a mirar la vida como una aventura salvaje, cuyo desenlace dependía, no sólo de su propio esfuerzo, sino también de otras fuerzas desatadas, extrañas y malévolas. Los millones de alemanes que fueron robados de sus sueldos y ahorros, serían las MAZAS con que operaría el Dr. Goebels.
La inflación es una tragedia que transforma a todos en cínicos, indiferentes y despiadados. Como habían sido robados, los alemanes se transformaron en una nación de ladrones.


THOMAS MANN – Traducido por Enrique J. Sipowicz, de “Argentine News” – Año I, Nº 1 (05-04-1985) Págs. 20/21 – Córdoba, Argentina – 24-04-1985

2 comentarios:

  1. QUERIDO TÍO , ÉSTE COMENTARIO SOBRE LA INFLACIÓN ALEMANA VIENE A CORROBORAR QUE TODA INFLACIÓN ES MALA, MALÍSIMA Y LAMENTABLEMENTE LA ESTAMOS PADECIENDO EN ÉSTE MOMENTO EN ARGENTINA, ESPERO QUE SE ACABE PRONTO YA QUE NO QUISIERA QUE NOS PASARA LO DE ALEMANIA, BESOS DIANA

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  2. Henry, te felicito por todos tus blogs, son muy interesante e instructivos, me alegra saber que estás tan entusiasmado con esta tarea, que compartes con todos los que te queremos mucho. Elena

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